Foto 1: Danzantes de El Carmen.
El Guayabo, dulce como su gente
Para mí, el campo es siempre más cautivante que la ciudad, así que nos alejamos de Chincha Alta. Después de atravesar los sembríos, la combi abandona la Panamericana Sur y gira a la izquierda. El camino continúa oscilante entre el verdor de las chacras, cruza el puente sobre el río Matagente y sigue hasta llegar a la entrada de El Guayabo. Esta vez continúa hacia el poblado, hasta adentro, avanzando sobre una pista asfaltada (antes había que caminar un largo trecho empolvado). Los habitantes husmean entre sus ventanas y puertas para ver a los recién llegados, alcanzo a divisar algunos rostros afroperuanos en los alrededores. La plazita está descuidada, algunas paredes se muestran pintarrajeadas y los árboles están más altos y frondosos. El Guayabo es un poblado pequeño, no tan conocido, de gente entusiasta, dulce y trabajadora. Recuerdo haber acompañado a don Amador Ballumbrosio hasta aquí para enseñar a los niños a zapatear. Él decía que había que hacer escuela con ellos.
Foto 2: Milagros Carazas en San José. Para mí, el campo es siempre más cautivante que la ciudad, así que nos alejamos de Chincha Alta. Después de atravesar los sembríos, la combi abandona la Panamericana Sur y gira a la izquierda. El camino continúa oscilante entre el verdor de las chacras, cruza el puente sobre el río Matagente y sigue hasta llegar a la entrada de El Guayabo. Esta vez continúa hacia el poblado, hasta adentro, avanzando sobre una pista asfaltada (antes había que caminar un largo trecho empolvado). Los habitantes husmean entre sus ventanas y puertas para ver a los recién llegados, alcanzo a divisar algunos rostros afroperuanos en los alrededores. La plazita está descuidada, algunas paredes se muestran pintarrajeadas y los árboles están más altos y frondosos. El Guayabo es un poblado pequeño, no tan conocido, de gente entusiasta, dulce y trabajadora. Recuerdo haber acompañado a don Amador Ballumbrosio hasta aquí para enseñar a los niños a zapatear. Él decía que había que hacer escuela con ellos.
San José, ecos de la esclavitud
Durante la colonia la compañía de Jesús tuvo a su cargo varias haciendas costeñas, entre ellas destacó San José, cuya mano de obra la proporcionaban los esclavos. Entre 1600 y 1750 dicha hacienda fue administrada por los jesuistas, después es trasladada al Conde de Monteamor y Monte Blanco, cuyos descendientes la administaron hasta finales del s. XIX. En 1879, durante la Guerra del Pacífico, 300 rebeldes asaltaron varias haciendas de los alrededores, como San José, Hoja Redonda y Alto Larán, que todavía conservaban esclavos. Esta rebelión fue rapidamente reprimida por las autoridades de la zona.
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La combi corre rauda hacia el siguiente poblado. Hemos preferido continuar a San José. El cobrador me comenta que la pista la hicieron hace tres años. Pienso, al fin. Aparece la ex hacienda hoy convertida en hotel y fábrica de conservas. Bajo la casa hay unas catacumbas. Según la historia, los esclavos eran traídos en barco hasta Tambo de Mora, encadenados caminaban en fila hasta aquí, para luego encerrarlos en ese laberinto húmedo, asfixiante y oscuro. Sus gritos y llantos se los llevó el viento. Muy cerca de las escaleras que conducen a la casa hay una pequeña habitación de castigo, conservan un cepo y unos grilletes. Aprisionan los tobillos y dejan marcas, con solo unos minutos y el dolor aumenta, para los esclavos que los detuvieron por días ahí debió ser una salvaje tortura. Pero eso quedó en el pasado.
Al frente del portón de la ex hacienda se erige una calle ancha, a cada lado las casitas de adobes, con muros anchos, más de un metro, eran llamados antes galpones. El camino polvoso nos invita a recorrerlo. Algunos vecinos han salido a refrescarse a la entrada de sus casas. Los niños corretean descalzos y las gallinas se cobijan bajo la sombra de un árbol. Giramos a la izquierda, hacia la parte más nueva, donde hay más casas de trabajadores. En el centro hay un parque alargado donde se ha implementado juegos para niños y una canchita de fútbol. Un acomedido vecino nos saluda. “Buenas, tardes”, dice. Es cierto, las horas han pasado y mientras esperamos a la combi, aparece un arco iris en el cielo. Es una buena señal, supongo.
Foto 3: Plaza de El Carmen al atardecer.
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El Carmen al ritmo afroperuano
Don Amador Ballumbrosio contaba que El Carmen era un villorio, que los esclavos que se escapaban eran refugiados por un cura aquí. Este distrito ha crecido desde entonces, la población afrodescendiente ha sabido convivir con los migrantes andinos y demás. Las palmeras de la plaza se extienden a no más poder, la iglesia se muestra más bella que antes, los niños y los vecinos pasean alrededor. A un extremo se escucha unos cajones y gente cantando, el ritmo ha contagiado a una pequeña, mueve la cintura, sus pasos son melodiosos, así en medio de la plaza ella baila y no le molesta que extraños la miren. Sus rulitos zambos sobre la cabeza también se balancean. Ya quisiera bailar así. “Escucha el ritmo de los tambores”, me dijeron un día, pues eso intento. El atardecer da paso a la noche, la música continúa y su ritmo se entremezcla con la algarabía de los niños y las santarositas que vuelan a ocultarse en las palmeras. Es El Carmen, con el ritmo afroperuano de siempre.
Don Amador Ballumbrosio contaba que El Carmen era un villorio, que los esclavos que se escapaban eran refugiados por un cura aquí. Este distrito ha crecido desde entonces, la población afrodescendiente ha sabido convivir con los migrantes andinos y demás. Las palmeras de la plaza se extienden a no más poder, la iglesia se muestra más bella que antes, los niños y los vecinos pasean alrededor. A un extremo se escucha unos cajones y gente cantando, el ritmo ha contagiado a una pequeña, mueve la cintura, sus pasos son melodiosos, así en medio de la plaza ella baila y no le molesta que extraños la miren. Sus rulitos zambos sobre la cabeza también se balancean. Ya quisiera bailar así. “Escucha el ritmo de los tambores”, me dijeron un día, pues eso intento. El atardecer da paso a la noche, la música continúa y su ritmo se entremezcla con la algarabía de los niños y las santarositas que vuelan a ocultarse en las palmeras. Es El Carmen, con el ritmo afroperuano de siempre.
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