miércoles, 12 de enero de 2011

Chincha y lo afroperuano

Foto 1: Plaza de Chincha al atardecer.


Este año 2011 la investigadora sanmarquina Milagros Carazas y la poeta Tania Aguero Dejo reinician su recorrido por las comunidades afroperuanas, esta vez viajan al sur del país.


Regresar a Chincha

La primera vez que vine a Chincha fue en el año 92. Tenía un propósito muy concreto: recopilar la tradición oral, conversar con los más ancianos. En ese entonces aún era estudiante y veía a Chincha con ojos entusiastas y curiosos. Creo que eso no ha cambiado después de todos estos años. Esta vez vuelvo para un festival de fin de semana en El Carmen, pero eso ocurrió el sábado pasado y aún no me he ido. Es lunes. Cada ocasión que regreso a Chincha es lo mismo, me voy quedando y ya no deseo voler a Lima.
Recuerdo que a las 7 a.m. del sábado ya estábamos en el puente Atocongo persiguiendo al bus crema para viajar al sur. Tres horas pasan pronto viendo la película de turno, pero siempre he preferido el paisaje de los sembríos, las dunas o el mar que se aprecia tras la ventana. Un letrero anuncia la ciudad anhelada. En el paradero pugnamos por salir a las calles, entre mototaxis, ambulantes y bultos la misión no es tan fácil. Caminamos un buen tramo hasta llegar al mercado. Nada ha cambiado, ¿o sí? Más ambulantes, ticos, mototaxis, basura. Tantos años, tantos alcaldes y ni uno solo ha resuelto este problema. El caos es mayor.
Nos vamos a Grocio Prado, a casa de la Melchorita. Los feligreses son muchos; los vendedores de milagros, estampitas y detentes, más. Adentro, sentada en una de las bancas de madera medito, espero, observo. Las palomas cruzan el patio, un cacto ha crecido en el pequeño jardín, las paredes están pintadas con imágenes alusivas, muy cristianas. En la plaza, sentada a la sombra de una palmera, veo una estatua del personaje que da su nombre. Un muchacho que pasa le lanza unas piedras, sin puntería continúa su camino. Miro el cielo despejado. Abajo no hay pistas, el teléfono no funciona, la “r” de Grocio Prado de la municipalidad está por caerse. El calor aumenta, ya es casi mediodía.
En Chincha Alta se decía que si vas a comer que sea donde las Nieves, un par de ancianas, bajitas, con colita, pelo lacio, de rasgos andinos. Ellas cocinaban a leña. Tenían sus puestos en el Mercado. Pero de eso ¡uff! hace muchos veranos atrás. Busco a mi casero. Me sirve una sopa seca combinada con carapulcra para chuparse los dedos, después comemos fruta. Comida y fruta, lo mejor de Chincha. Caminamos esquivando mototaxis, los semáforos no necesariamente protegen a los transeúntes, los policías custodian bancos y los ambulantes estorban el paso en las veredas. En la plaza, las palmeras enfiladas retan al cielo, la iglesia permanece cerrada, el calor es agobiante. Las calles y algunos edificios llevan todavía apellidos extranjeros, de los antiguos hacendados o esclavistas, acaso las “viejas glorias”.
Han pasado varios días. El periódico del quiosco me trae a la realidad, es lunes. Montamos un tico a Sunampe, bajamos en la vitivinícola. Recorremos las pipas y probamos de todo. Con nuestras botellas de vino para compartir con la familia nos conducimos al paradero y de ahí a Lima. Llego a la conclusión de que Chincha es una ciudad sincrética, multiétnica y plural, también pujante y sería mejor con más orden, limpieza y sin ambulantes; pero eso es tarea del nuevo alcalde y los propios chinchanos. ¡Hummm! Es más realista y placentero ver el inigualable paisaje costeño desde la ventana del bus.

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