miércoles, 3 de diciembre de 2008

Esclavitud y representación del sujeto afroperuano en la literatura


Por MC

La presencia del sujeto afroperuano no sólo es observada en la historia, quizá en un principio como un elemento marginal y ahora cada vez más visible como un miembro integrante de la sociedad peruana; sino que éste aparece también en los discursos, es descrito por medio del lenguaje, en un intento de representación del otro. Así, algunos escritores han asumido la difícil tarea de incorporar al corpus de la literatura peruana contenidos y formas procedentes de los sectores populares y étnicos, por ejemplo incluir elementos de la cultura negra que antes habían sido ignorados por la literatura hegemónica. Nuestra ponencia tiene por objetivo analizar la representación del sujeto afroperuano y el tratamiento temático de la esclavitud en la novela peruana contemporánea. Considerando esto, hemos elegido para nuestro estudio tres textos para su interpretación, a saber: Matalaché de Enrique López Albújar, Crónica de músicos y diablos de Gregorio Martínez y Malambo de Lucía Charún-Illescas.

1. Matalaché: Alienación y violencia
Enrique López Albújar (1872-1966) publica Matalaché, novela retaguardista en Piura en 1928.[1] Desde un principio resulta una obra audaz y distinta. El subtítulo es muy provocador, al decir novela retaguardista el autor plantea que su obra se aleja del vanguardismo de moda y, en alguna medida, se distancia del regionalismo reinante. La intención del autor es clara: el argumento de la novela nos remite al pasado colonial y no a un presente de modernidad y cambios regionales, los protagonistas principales se dejan arrastrar por un amor que intenta romper los prejuicios raciales, y el determinismo geográfico representado por el calor de Piura explica el porqué de la exaltación de las pasiones y el deseo carnal. Estamos ante una novela que acoge elementos de la narrativa decimonónica, en especia, del romanticismo y el realismo de orientación positivista.
Al publicarse la novela de López Albújar ésta es calificada por la crítica como la “primera novela negrista”, la “fundadora de la literatura mulata” o la “iniciadora de la literatura negra” en el Perú. En realidad, ésta es una novela que bien puede ser considerada como el punto de partida de la novelística peruana contemporánea que representa al sujeto afroperuano haciendo de éste un personaje principal y ya no sólo uno de relleno, capaz de cuestionar su identidad conflictiva y, además, ser víctima de los prejuicios raciales de una sociedad colonial en tránsito a una nueva república.
Estructuralmente esta obra tiene dieciséis capítulos y la historia contada por el narrador extradiegético-heterodiegético es por lo general lineal, a excepción de algunas anacronías y digresiones mínimas que producen una tensión acumulativa y un desenlace casi precipitado.[2] El crítico Tomás G. Escajadillo (1972: 182) propone que la novela plantea el entrecruzamiento de dos tramas: una que tiene que ver con la historia amorosa entre la joven ama María de la Luz y el esclavo mulato José Manuel Sojo, y otra en la que se aprecia un alegato en favor de la libertad política de los hispanoamericanos y una denuncia del sistema de esclavitud. En todo caso, la primera aparece más elaborada y llega a un final trágico, la separación de la pareja y la muerte de José Manuel al ser lanzado a una tina hirviendo de jabón; en cambio, la segunda se percibe a través de la descripción de la hacienda La Tina y algunas conversaciones entre los hacendados más poderosos de Piura, a propósito de una competencia musical entre “cumanderos”.
En cuanto al espacio y el tiempo aludidos en la novela estos son bastante específicos. Los acontecimientos nos remiten a 1816, cuando se aprecia el deterioro progresivo del sistema colonial y los albores del proceso de la independencia. Es un año de conflicto y de inseguridad. El espacio descrito no es la ciudad de Lima –aunque se mencione tangencialmente- sino la provincia, el cálido norte: Piura y sus alrededores. Se hace referencia a la hacienda La Tina, dedicada a la producción de jabón y al negocio de pieles y cueros, y a la hacienda de Tangarará, en la que nació José Manuel. En éstas el trabajo se realiza en condiciones feudales y con ayuda del sistema esclavista que provee la mano de obra barata.
Matalaché es una obra que se inicia planteando que el sistema colonial basado en la esclavitud es por demás injusto: priva de la libertad a los hombres y somete voluntades. Don Baltazar Rejón de Meneses visita a su amigo don Juan Francisco Ríos de Zúñiga con la única intención de pedirle que el llamado Matalaché embarace a su esclava Rita. El favor escandaliza un tanto a don Juan Francisco; pero, finalmente, acepta por ser ésta la costumbre de la época, aunque después no permitirá que vuelva a ocurrir. Además, en la conversación de ambos hacendados se hace referencia a las relaciones entre amos y esclavas, y que su práctica genera cruces raciales y deshonra familiar. Desde un inicio el leitmotiv por el cual gira la trama queda establecido. Se trata, sostiene Antonio Cornejo Polar (1977: 33) de una “novela de tesis”. Lo que se quiere demostrar es que el amor es capaz de derrocar las barreras raciales, en la relación entre blancos y negros, y sociales, dentro del sistema esclavista.
Es interesante observar que la novela alcanza información sobre la esclavitud en las zonas rurales, en particular, la hacienda norteña. Se menciona que un esclavo agrícola puede ser enviado a trabajar a una tahona (molino de harina), el trapiche (fábrica rudimentaria de caña de azúcar) y la tina (dedicada a la producción de jabón). Los dos primeros pueden concebirse como lugares de castigo, en los cuales las condiciones de trabajo son insoportables y el nivel de mortalidad elevada.
Para demostrar que la esclavitud es un sistema abusivo y explotador basta citar dos ejemplos. En el cap. II, se conoce la historia de la hacienda La Tina, así como su descripción. Las fábricas de producción de jabón (o tinas) eran “lugares de reclusión y aislamiento” y “verdaderos centros de exilio” (p. 15). En éstas se percibe las jerarquías sociales: el amo interesado “en sacar de la máquina humana el mayor rendimiento posible” (p. 15), el capataz “detrás de la falange esclava azuzándola, implacable, con su ronzal” (p. 15) y los esclavos “al igual que las bestias” (p. 15) trabajando once horas alimentados con una dieta insana.
Así, La Tina es una hacienda que posee dos zonas bien definidas: al norte, la sección dedicada a los cueros, con una tenería, una ramada, corrales y un molino; y, al sur, la jabonería, con sus enormes tinas y hornos. Al parecer don Juan Francisco luego del traspaso, recibe dieciocho esclavos viejos y convertidos, dos bozales sin bautizar y un mulato joven y vigoroso. A esta lista habría que agregar a la vieja nodriza Casilda y Martina, la enfermera.
En el cap. V, María Luz, la hija de don Juan Francisco, quien acaba de llegar a Piura enviada por sus parientes de Lima, pronto tiene interés en conocer la hacienda. Su guía entonces será el capataz, José Manuel. El paseo se convierte en una experiencia poco agradable para la joven, ya que tiene que ver el penoso trabajo en la curtiduría y en la jabonería. La descripción realista se demora en detalles a propósito de la preparación del jabón y las condiciones en que se hace esta labor. Las tinas resultan ser elementos muy significativos en la obra, porque José Manuel es lanzado a una de ellas cuando se descubre sus amoríos con María Luz, en un intento desesperado por limpiar la honra de la muchacha y el oprobio familiar.
De otro lado, la esclavitud se convierte en un significante que tiene varios sentidos. Antonio Cornejo Polar (1977) señala varias formas de esclavitud en la novela. La primera es naturalmente la de los esclavos negros. Ésta es la esclavitud del hombre por el hombre, sinónimo de una “oprobiosa y eterna servidumbre” (p. 68). Este sistema de sometimiento y explotación ha convertido a los esclavos en menos que humanos, que de vez en cuando soportan los grillos y el cepo. El trabajo excesivo y la continencia sexual los ha reducido a seres de “mentes primitivas” (p. 88). En esta novela se señala con frecuencia la bestialidad, la “rijosidad” y el “onanismo” de los esclavos, como si fuesen marcas de su raza y condición social. La alienación del trabajo esclavista y su violencia queda entonces al descubierto.
Otra forma de esclavitud es la de José Manuel. Aquí se percibe que hay dos sentidos en el uso de este término. Primero, tiene que ver con la falta de libertad, él es un esclavo sometido a la voluntad del poder español colonial representado por el amo blanco. Si bien es cierto ha sido elevado a ocupar el puesto de capataz de la hacienda, es también degradado en cada ocasión que cumple la función de reproductor para su dueño, don Juan Francisco. Y segundo, José Manuel asume una esclavitud voluntaria cuando se enamora de María Luz y entiende que éste es un amor imposible, incluso se lo revela a ella: “La única manera de agradecerle será seguir siendo esclavo al lado suyo” (p. 135). Entonces es un rendido esclavo al amor, en cuerpo y alma.
Una tercera forma de esclavitud la apreciamos a través del personaje María Luz. En su descripción hay una insistencia por resaltar su belleza y sensualidad de “criolla ardiente”. A los veinte años se ha convertido en un objeto de deseo: los varones criollos y españoles se sienten atraídos por ella, en Lima; los marineros le dirigen unas miradas que “la desnudaban con los ojos” (p. 34), en su viaje por barco a Piura; y los esclavos también la observaban con lujuria, en la hacienda La Tina. Es más el sol piurano incita su despertar sexual y alienta el deseo carnal por José Manuel con mayor intensidad, y así María Luz siente que su alma, antes compleja y libre, está “esclavizada por el despótico poder del amor” (p. 186). Ése es un buen ejemplo para evidenciar que dentro de las relaciones interraciales que describe la novela, María Luz se muestra atraída por el otro, el esclavo mulato.
También vale la pena detenerse por un momento en la escena final de Matalaché. Descubierto los amoríos entre María Luz y José Manuel, Juan Francisco ordena arrojar al esclavo a una tina hirviendo de jabón, no sin antes José Manuel alegar por última vez que: “el esclavo es usted, don Juan, que se deja arrastrar por la soberbia, como el demonio. Así son todos los blancos” (p. 256). De esta forma el antes generoso hacendado ha sufrido una transformación “en esas veinticuatro horas aquel hombre se había deshumanizado y todo lo que fluía en él tenía tal radiación de dolor y fiereza que sobrecogía al que miraba” (p. 252). Don Juan Francisco también se ha degradado cayendo en la discriminación, el prejuicio y la hostilidad hacia el otro.
Una última forma de esclavitud la podemos advertir en los blancos que viven en la ciudad. Este grupo lo podemos subdividir en mestizos y criollos. Los primeros “son esclavos” por su condición económica o social y los segundos, por estar sometidos al régimen colonial sin derecho a gobernarse políticamente. En opinión otra vez de José Manuel, “aunque tienen la piel más blanca que la leche y el pelo más encendido que la candela, y los ojos más azules que el añil, son esclavos, y quizá más dignos de lástima que nosotros” (p. 107). En realidad, el grupo de “hombres libres” se reduce a los “godos” (o españoles), quienes conservan el poder en el régimen colonial.
En resumen, Matalaché es una “novela de tesis” que intenta demostrar que frente a el distanciamiento social y el color de la piel sólo el amor puede romper dichas barreras, asimismo denuncia el sistema de esclavitud al describir de forma realista pero prejuiciosa la condición de vida del esclavo negro en la hacienda colonial.

2. Crónica de músicos y diablos: Los ecos de la historia
Gregorio Martínez (Ica, 1942) destaca por haber logrado una narrativa singular representando el mundo rural de la costa sur. Los personajes que ha elegido son negros y mestizos, campesinos y peones de hacienda. Entre sus obras, destaca Crónica de músicos y diablos, novela ganadora del Premio Gaviota Roja en 1985, y acogida muy bien por la crítica. Cuando por fin se publicó en 1991, llamó mucho la atención tanto por el lenguaje hiperbólico, el estilo ameno, así como por su estructura binaria. Ésta está basada en las técnicas del contrapunto y los vasos comunicantes. Así, para lograr la unidad narrativa, se suele contar episodios que ocurren en tiempos y espacios diferentes, pero que se comunican entre sí por las historias y los personajes en común. La estrategia narrativa se apoya en un narrador extradiegético-heterodiegético que cuenta las diversas historias en un tono desenfado e irónico, interrumpiendo la linealidad de lo contado con anacronías y prolepsis.[3] Hay, además, escasos diálogos que son breves y contundentes.
La novela de Martínez relata, por un lado, en diez capítulos subtitulados, la historia y los viajes de una familia de músicos negros, los Guzmán; y, por otro lado, en los capítulos subtitulados “Esclavos y cimarrones”, se relatan dos historias: una que tiene que ver con el palenque de Huachipa, y otra que cuenta cómo un esclavo es el inventor del pisco en Cahuachi. Hay un marcado interés por aludir acontecimientos de la historia colonial y republicana en la novela, por medio de una narrativa paródica que cuestiona la versión oficial y reivindica la participación de las masas populares.
Es nuestro interés analizar a continuación los capítulos correspondientes a los “Esclavos y cimarrones”. Para empezar, los capítulos del I al IV están ambientados en la Ciudad de los Reyes durante la colonia. El poder económico de este sistema radica en parte en la esclavitud, cuya práctica está protegida por la ley. Es considerada, entonces, signo de autoridad, orden y prosperidad. Esto aseguraba “el obligado respeto y la sagrada obediencia que los esclavos le debían a sus amos” (p. 122).
Pero la Lima colonial, que es apenas una “villa”, permanece amenazada por los cimarrones que se han apostado en las proximidades, en el llamado palenque de Huachipa. Este último es descrito con burla como un lugar “entre espinales arrancatrapo y carrizales cundidos de garrapatas, en aquel lugar montoso, lleno de aguazales y de pantanos, se congregaba en palenque endemoniado toda la negrada levantisca y de mala entraña” (p. 39). Como se observa, es un espacio aparentemente negativo que amenaza el orden y la vida cotidiana del visorrey, su corte y demás pobladores. Es como se dice “un antro temido donde anida el vicio y la rapiña” (p. 68) y un “montanal de satanás” (p. 39); sin embargo, visto de cerca es un espacio organizado donde habitan los cimarrones y que más bien “parecía un poblado, pero también tenía el aire de un cuartel” (p. 69). Hay un alcalde, un lugarteniente y normas no escritas que regulan la conducta de estos.
Enseguida es curioso detenerse en la forma cómo es visto el otro por el sujeto hispánico (blanco), cómo son vistos los cimarrones. Este grupo de esclavos fugados resulta ser “negros de raza de cochino, que formaban afentosamente una poblada entera de salvajes sin moral ni gobierno, sueltos en el garbanzal del desbarajuste y cada quien en disposición de su libre albedrío como la cosa más natural” (p. 39). En otras palabras, el cimarronaje es una forma de resistencia activa que no es bien vista ni entendida por las autoridades coloniales, y que atenta contra lo establecido; mientras que el cimarrón es un sujeto no civilizado ni cristiano. Es aquél que vive como un salvaje en el palenque, prácticamente en un estado de naturaleza; siendo considerado una amenaza para el sistema, porque es un ser en libertad que tiene un desmesurado goce, su propia moral y ejerce un gobierno autónomo.
Pero, ¿cuáles son las actividades de los cimarrones? La novela de Martínez señala que “se dedicaban con esmerado ahínco a la torcida causa de la rapiña, especialmente contra los hacendados más prósperos de los alrededores de la llamada Ciudad de los Reyes” (p. 40). Es así que para subsistir al margen de la ley y lejos del sometimiento, los cimarrones prefieren el bandolerismo y el asalto en los caminos, escogiendo como sus víctimas los representantes del poder, es decir, “gente bien nacida, de personajes de reconocido abolengo y de caudalosa hacienda” (p. 40). Por ejemplo, se muestran tres casos muy significativos: a) el asalto y el asesinato de un encomendero; b) la violación de la esposa de un hacendado; y c) la castración de un terrateniente limeño. Es claro que los cimarrones atacan las haciendas cercanas y se vengan de sus amos por medio del robo o el escarnio sexual.
De ahí que la represión sea la respuesta de las autoridades españolas de Lima. Se establece, entonces, una “comisión punitiva” que incendia el palenque finalmente. Aquí ocurren dos hechos importantes: primero, algunos cimarrones se transforman en insectos, aves o animales para no ser capturados y poder volver más adelante a la lucha; y, segundo, se da la captura y muerte del alcalde Antuco Lucumí, quien a pesar de sus heridas y las amenazas, no se rinde ni se arrepiente, es más reza el credo del cimarrón. Éste es un código de honor y de conducta que no es comprendido por los españoles. Al final, se acaba con el líder y se arrasa con el palenque, el espacio que subvierte el orden. El hecho no queda registrado en la historia oficial; pero sí en la memoria de un colectivo: los esclavos negros, quienes conservan su recuerdo como ecos del pasado, por medio de la oralidad.
Vale la pena notar que en la descripción de los personajes cimarrones se ha usado algunas expresiones que permiten establecer diferencias, como por ejemplo: “negro congo duango”, “negro bozal de casta mina”, “un negro jeta”, “negra retinta”, “un cimarrón marrajo y curtido”, “una mujer de color modesto”, “cimarrón de origen congo”, etc. Por lo general, éstas aluden al color de la piel, a la casta de ascendencia africana o, finalmente, a la condición social. En otros casos, expresiones dichas en tono exagerado y sarcástico como “una negrada arrejuntada por obra del demonio” (p. 65) o “malandrines de oscura apariencia” (p. 44), no pueden tomarse en serio y, por el contrario, provocan hilaridad.
Por otro lado, los breves capítulos del V al X tienen como contexto la hacienda Cahuachi en los inicios de la república. Lo sugestivo es apreciar que en el nuevo sistema impuesto por los criollos, la esclavitud sigue siendo un buen “negocio” que cuenta con el respaldo de leyes del estado republicano. Incluso las promesas de manumisión de esclavos hechas por los gestores de la república aparecen como mentiras, se cuenta así la breve historia del capitán Teódulo Legario, quien participó en la guerra de la independencia como un liberto, pero “murió en la condición de esclavo” (p. 225). Entonces en cuestiones de gobierno e intereses de los más poderosos, los “indios y negros no tenían cabida en dicho asunto” (p. 152). De este modo, los esclavos seguían trabajando de “sol a sol”, padecían todavía la tortura y la barra, y se alimentaban de un “sango de maíz con manteca de puerco” o un “afrecho de marrano y raspa de melaza”.
En cuanto a la hacienda Cahuachi, ésta pertenece a doña Epifanía del Carmen. Lo anecdótico es que ella canjea sus alhajas por cuatro esclavos, propiedad de la Virgen del Perpetuo Socorro, entre ellos, compra a Miguelillo Avilés, “el raudo gavilán de los 7 oficios”, esclavo de 40 años muy hábil para las tareas manuales. En esa época Cahuachi estaba compuesta por una casahacienda, una ranchería, el algodonal y los viñedos. De la vendimia y la pisa de uva apenas se producía la cachina, un agua mansa, que se consumía en las fiestas de carnaval. Miguelillo Avilés desprecia esta bebida y se le ocurre la idea de hacer un aguardiente (que luego sería conocido como pisco), así que construye un intrincado “alambique de cobre festoneado de remaches, los tijerales de huarango que iban a sostener el serpentín de hojalata y el ingenioso panal de enfriamiento que, efectivamente, era una copia gigantesca de un panal de avispas” (p. 204).
La novela de Martínez describe con detalle la laboriosa preparación del pisco y cómo un simple esclavo que “no sabía leer ni escribir” (p. 239), incluso diseña la etiqueta del primer aguardiente: un dibujo prehispánico “del antiguo dios de Cahuachi” en la parte central y “el contorno con una guardilla de picaflores perfilados” (p. 240). Esto bien puede ser entendido como una forma de resistencia pasiva, ya que Miguelillo no se escapa como sí lo hacen sus otros compañeros. Por el contrario, él prefiere quedarse en la hacienda y desenvolverse en los oficios que más conoce, de manera que termina por influenciar la naciente república con sus valores, costumbres y cultura. Según Ismael Márquez (1994: 58), la novela de Martínez propone que el esclavo negro contribuye al inicio de la industria de la destilería en Nasca, cosa que lo integra a la historia del país.
Como se aprecia, Crónica de músicos y diablos de Gregorio Martínez hace una relectura cuestionadora y paródica del pasado histórico e intenta demostrar que el sujeto afroperuano logra impregnar su cultura y valores en la sociedad que lo rechaza, a pesar de la violencia del sistema esclavista.


3. Malambo: Diáspora y experiencia negra
Desde su aparición Malambo (2001) de Lucía Charún-Illescas (Lima, 1967), se ha constituido en el foco de interés de la crítica académica extranjera y local. Para empezar, Malambo posee una estructura conformada por catorce capítulos en los que un narrador extradiegético-heterodiegético cuenta los hechos no siempre de forma lineal, ya que se introducen anacronías y digresiones. Lo interesante es que la presencia de los diálogos hace posible el efecto de oralidad y una polifonía de voces que llama la atención del lector. La estrategia narrativa es presentar una diversidad de historias que confluyen en la representación del sistema esclavista colonial, la negritud y la diáspora africana, que es, en realidad, a lo que apunta su autora en la obra. Importa destacar que Malambo se concentra en la historia de dos familias (Zorrilla, 2001); pero, sobre todo, gira en torno a dos personajes: a) Tomasón, pintor y esclavo; y b) Manuel de la Piedra, Marqués de Valle Umbrosio, criollo y comerciante esclavista. La choza de Tomasón en Malambo, es compartida por su nieta Pancha y visitada por sus amigos: Jacinto Mina, el caporal de la cofradía de los angolas; Venancio Martín, el pescador; y Yawar Inka, el indio ladrón de iglesias. En cambio, De la Piedra comparte su casona de Lima con un inquilino, Chema Arosemema, y tres esclavos: Candelaria Lobatón, la cocinera; Nazario Briche, el calesero; y Altagracia Maravilla, la amante del amo.
Desde un inicio la novela describe la ciudad colonial, atravesada por el Río Hablador y dividida en dos: Malambo y Lima. Es más, sobre el eje espacial se construye otro simbólico, en el cual el orden y la jerarquía son principios esenciales (Rama, 1984). Así el poder político que deviene de la estructura económica y repercute en lo social y lo étnico, se define a su vez por la ocupación de determinados espacios geográficos en dicha ciudad, uno central y otro marginal.
De este modo, el primer espacio llamado Malambo está ubicado en la “orilla equivocada” del río (Charún-Illescas, 2001: 11), donde los libertos, cimarrones y esclavos habitan “casas de barro y totoras” (p. 12), al pie del cerro San Cristóbal. En este “territorio vedado” (p. 98) se encuentra el Arrabal de San Lázaro, el leprosorio, el matadero y los barracones esclavistas. Es fácil notar que los grupos sociales ubicados en Malambo están signados por la exclusión, la marginación y la pobreza extrema. Sin embargo, para describir a los malambinos se dice, por ejemplo: “Negrería cunda, fraterna y avispada” (p. 17), “negros con tanto ñeque: valientes y de mucho coraje” (p. 99), etc. Es claro, que se intenta construir una imagen más positiva.
En cambio, del otro lado se halla “Lima, la bella” (p. 71), donde se ha construido el Palacio del Virrey, las casonas, los almacenes, los conventos y los monasterios. Es un espacio privilegiado para los “castellanos” y los criollos “acaudalados”, quienes han logrado cierta opulencia económica e incluso títulos nobiliarios. Ellos conforman el grupo dominante (blanco) que se impone sobre los demás, por medio del régimen colonial; sin embargo, es un grupo en el que se aprecia con más nitidez la corrupción, la inmoralidad y la superchería de sus integrantes.
En cuanto al tiempo aludido en la novela, éste no está muy especificado, ya que no se señalan fechas concretas. Los acontecimientos nos remiten a la colonia, en tiempos del decimocuarto Virrey del Perú, don Jerónimo Cabrera Bobadilla y Mendoza, Conde de Chinchón. Son años de conflicto y críticas a la administración colonial, por ejemplo, ocurre la sublevación de indios, el asesinato de funcionarios y las asonadas en Buenos Aires. Pese a las noticias del exterior, en la ciudad colonial, se tienen otras preocupaciones, tales como la enfermedad de la virreina, la quema pública de los herejes, el robo de las iglesias, y demás.
En realidad, más que la descripción del sistema colonial interesa el tema de la esclavitud. En el capítulo V asistimos a la conversación entre De la Piedra y el joven Chema. El primero describe el “comercio de negros” que administra. Tiene ciento ochenta y tres esclavos en cuarentena en los barracones de Malambo, quienes son alimentados con sango y papas cocidas. Lo más interesante es cuando De la Piedra revela a su inquilino la ruta de la trata negrera: “Tengo un socio que escoge los negros recién traídos de las factorías de Guinea y unos cuantos de Nueva España o del viejo continente: negros criollos. Los compra en el mercado de Cartagena de Indias. Navega con ellos a Portobelo, unos nueve días de viaje, y de allí cruza el río Chagres hasta Panamá. De Panamá al Callao me llegan en un mes, si es que no hacen escala en Paita o Guanchaco” (p. 81).
Pero es el capítulo VI en el cual se aprecia con más detalle la subasta de esclavos. De la Piedra ha invitado a Chema visitar sus barracones en Malambo. Es importante observar entonces la representación del otro, el esclavo. ¿Cuál es la imagen que se construye? Cabe detenerse en los calificativos usados para su descripción. Por ejemplo, en la exhibición corporal y desnudez de las “piezas”, se señala sobre todo tres aspectos: fealdad, suciedad y voluptuosidad. Así es visto Guararé Pizarro, un esclavo panameño, criollo y aprendiz de orfebrería. El platero Juan Martínez lo compra por ochocientos pesos. De la Piedra se hace cargo de la carta de venta y enseguida es marcado con la carimba: con hierro candente dejan estampado en las mejillas de Guararé las iniciales del nuevo dueño.
Para el joven Chema, el mercado esclavista limeño lo asquea y horroriza a la vez. Además, apunta en su cuaderno que los galpones “eran pampas cercadas sin el más mínimo control sanitario [...] que los carabalíes eran agradables de observar por su porte sereno y sus mujeres altas y hermosas. Que era cierto que los mandingas eran hábiles negociantes. Los había visto trocar con los congos y mondongos, sus adornos y trapos” (p. 97). Como se aprecia, Chema es un personaje que se compadece de la situación de los esclavos y descubre en ellos ciertas cualidades.
En cambio, De la Piedra considera que los esclavos tienen sólo vicios y defectos. Es de la opinión que: “¡Más vale un esclavo dañado que uno muerto!” (p. 163). Eso no impide el uso de los grillos, los látigos, el cepo, etc.; ya que la violencia es un recurso de coerción física y sometimiento servil necesarios. Por ejemplo, De la Piedra obliga al viejo y enfermizo Tomasón pintar santos por un jornal miserable, practica el amancebamiento de esclavas, mata a latigazos al intruso Guararé, etc.
La novela de Charún-Illescas describe sobre todo la esclavitud urbana. Hay jornaleros como Tomasón y sirvientes como Altagracia y Nazario, por ejemplo. Sin embargo, el esclavo puede ser agente de su libertad mediante la manumisión, como el caso de Jacinto Mina, esclavo liberto por su propia ama antes de morir; o la coartación, como Venancio quien hace un trato con el amo para liberar a su media hermana Altagracia.
Ahora, detengámonos un momento en el caso particular de Tomasón. Se trata de un esclavo que huye de casa del amo y se refugia en Malambo. De la Piedra ante la amenaza de éste de no pintar más santos, ha aceptado que viva en ese barrio y darle un jornal por su trabajo. Esto le proporciona a Tomasón una independencia relativa: vive separado del amo, pero tiene que procurarse sus propios medios de subsistencia. Por eso es interesante apreciar la perspectiva del esclavo Tomasón, quien dice: “Esa es la desgracia que sufrimos, pero nuestra situación no es igual a la que padecen las bestias [...] los negros nos damos cuenta y no falta el que se rebela o le pregunta al amo: ¿cuánto quiere por mí?¿Cuántos pesos? Regatean su precio, piden rebaja, se van a quejar al juez. También hay otros -como es mi caso- que no queremos pagar nada. No faltan los negros que se escapan” (p. 82).
Como se observa, Tomasón es un esclavo consciente de su situación, que es tratado como objeto y no como sujeto. Entiende el significado de este abuso y trata de contrarrestarlo conquistando su libertad, por eso ha huido y no ha querido pagar su precio al amo. Dentro del sistema colonial así descrito, el sujeto afroperuano (esclavo o libre), ocupa dentro de la jerarquía social una posición inferior que lo desvaloriza y excluye a la vez. De ahí que sea visto por los españoles y criollos con una mirada prejuiciosa y estereotipada, en la que suelen aparecer calificativos que lo designan como mentiroso, bruto, sucio, sensual, etc.
Lo aleccionador es que la novela de Charún-Illescas plantea, además, que la liberación de la esclavitud; no se circunscribe a lo físico sino a lo psíquico. Tomasón como representación del sujeto afroperuano marginado, rechazado y excluido de la sociedad colonial; intenta liberarse por sí mismo del dominio del amo. Atravesar el Puente de Piedra camino a Malambo, a pesar de la fiebre y la debilidad corporal, significa para él lograr la independencia que tanto anhela.
Esto se entiende mejor cuando recordamos que la novela empieza con el encuentro casi fantástico con el difunto Juanillo Alarcón, quien le exige pintar un dios africano en vez de santos y ángeles cristianos. De modo que al final de la obra se concluye con el cumplimiento de esta promesa, el cuadro del Cristo Crucificado que pinta en su taller y reúne a la población del valle del Rímac; se mimetiza de alguna manera con el oricha Obatalá (o dios africano de la religión yoruba). Es por eso que vemos a Tomasón danzando en honor a esta imagen y sentirse al mismo tiempo vitalizado con una nueva energía y, en consecuencia, liberado mágicamente, gracias a esta especie de rito sincrético y transcultural.
De otro lado, la resistencia activa y hasta violenta del esclavo negro queda también registrada en la novela. Se observa el cimarronaje, entendida como la fuga del esclavo al “cepo, azote, suplicio” (p. 20). Aunque no se describe los motines ni el bandolerismo, sí aparece la justicia por propia mano como el caso de Bernabé, esclavo que envenenó a su amo. Tomasón cuenta el castigo recibido: “Lo arrastraron por la ciudad con una soga amarrada a la cola de una mula y lo ahorcaron en la Plaza Mayor. El juez ordenó que le cortasen la cabeza y las manos. La cabeza la clavaron en la pica de la Plaza y sus manos en el portal de la casa donde cometió el crimen” (p. 92).
Como se aprecia, Malambo es una obra que no denuncia el sistema esclavista abiertamente, pero lo muestra con cierta objetividad. La descripción se concentra sobre manera en el esclavo urbano y su situación dentro de la sociedad colonial. Por eso importa la representación del espacio dividido en Lima y Malambo. Sus valores y formas de vida son opuestos semánticamente: en el primero, prevalece la ambición y la opulencia; mientras que en el segundo, la fraternidad y la miseria.


[1] Cabe señalar que se publicaron antes los fragmentos “El milagro de María Luz”. Amauta 14 (1928): 15-16; y “Un día solemne, una fiesta brillante y una mano perdida”. Amauta 17 (1928): 39-57.
[2] El narrador extradiegético-heterodiegético es un narrador en primer grado que cuenta la historia de la cual está ausente. Ver Genette (1989): 302-303.

[3] El término prolepsis se define como narrar por anticipación. Cf. Ricoeur (1995): 505.

Ponencia leída en el Seminario Internacional “Seminario Internacional “La Esclavitud y sus procesos de manumisión en el Perú, América Latina y el Caribe”CEDET – UNMSM Lima 17 –20 agosto 2004”, organizado por CEDET y la UNMSM, Lima 17 –20 agosto 2004

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