domingo, 11 de enero de 2009

Abelardo Alzamora. Al pie del cerro puntudo. Relatos yapateranos (Comentario)


Por M. C.

Para entender la importancia actual de la literatura afroperuana, es necesario observar la construcción de la identidad (cultural) del sujeto afroperuano con mucho detenimiento, a partir de las diversas imágenes que nos proporcionan los textos literarios. No hay duda que es prioritario analizar cómo el sujeto afroperuano, descrito sobre todo en las novelas y los cuentos, se ve a sí mismo y cómo ve al otro, es decir a los otros personajes que conforman o no su misma etnia. Es efectivamente en las relaciones de identidad y alteridad que se puede apreciar los mecanismos y las estrategias de poder (que explican su rechazo, exclusión e invisibilización), así como los recursos de la resistencia (como respuesta a la discriminación y la marginalidad). Tampoco se puede dejar de lado el conflicto interracial entre el sujeto afroperuano y el sujeto no afroperuano, que suele presentarse en su representación y en ocasiones apelando a imágenes estereotipadas.
Ahora bien, la crítica local todavía excluyente y paternalista empieza a considerar algunos autores afroperuanos en el canon, como es el caso de Nicomedes Santa Cruz (quien es calificado de manera limitante como “poeta popular” cuando además de la décimas posee significativos poemas como los que aparecen en Cumananas (1964) que le universalizan). Otros consagrados son autores como Antonio Gálvez Ronceros (recordado por Monólogo desde las tinieblas (1975)) y Gregorio Martínez (con una extensa obra que se inicia con Tierra de caléndula (1975), continúa con las novelas Canto de sirena (1977) y Crónica de músicos y diablos (1991), entre otros títulos). Sin embargo, falta agregar p. e. a Victoria Santa Cruz (autora del poema más representativo de la reafirmación de la identidad afroperuana, “Me llaman negra”), Delia Zamudio (por su testimonio Piel de mujer (1995)) y Lucía Charún-Illescas (por su novela histórica Malambo (2001)), para mencionar algunas ausencias de la historiografía literaria oficial. Y eso que no se ha mencionado a los poetas afroperuanos como Leoncio Bueno (Trujillo), José Delgado Bravo (Chiclayo), Fernando Ojeda (Lima), Juan Urcariegui (Lima), Hildebrando Briones (Zaña), Máximo Torres Justo (Callao) y, más recientemente, Mónica Carrillo (Lima), quienes injustamente, unos más que otros, son desconocidos para la crítica.
Por otro lado, aquel que se interese en este corpus, como suele ocurrir con académicos y/o investigadores extranjeros y unos pocos nacionales, debiera por lo menos intentar responder tres preguntas iniciales, como son: a) ¿cómo se va construyendo la identidad del sujeto afroperuano por medio de la literatura, en especial la narrativa?, b) ¿qué tipo de relaciones y conflictos se establecen entre los personajes representados, entre el sujeto afroperuano y el sujeto no afroperuano?, y c) ¿cómo es el tratamiento de la imagen y la representación del sujeto afroperuano en la literatura?
De lo dicho con anterioridad, se puede afirmar que la llamada literatura afroperuana permite, primero, observar cómo el escritor integrante de la etnia negra enfrenta concientemente la invisibilización, en un intento por construir una imagen desde adentro, desde la perspectiva del propio sujeto afroperuano. Segundo, la literatura afroperuana está emergiendo en los últimos años, representando al sujeto afroperuano de una manera distinta e innovadora, expresando el sentir de una colectividad y valorando el aporte de una cultura de herencia africana. Por último, lo afroperuano es importante en la representación del imaginario nacional, en el proceso histórico-social de nuestro país y, fundamentalmente, en la formación de la identidad nacional.
Así la publicación reciente de Al pie del cerro Puntudo de Abel, seudónimo de Antio Abelardo Alzámora Arévalo, con el auspicio del Centro de Estudios Étnicos (Cedet), resulta un libro que enriquece el antes citado corpus de la literatura afroperuana. Pero, ¿cómo así lo logra? Se trata de una colección de cuentos cortos en la que se construye la representación del pueblo norteño de Yapatera, de modo que aparecen descritos personajes muy diversos, tales como campesinos, habitantes, hombres y mujeres, en su mayoría afroperuanos. Con un realismo bastante verosímil y desprovisto de técnicas complejas, el autor ha sabido captar la circunstancia cotidiana, la anécdota localista y la historia popular, como ocurre en los cuentos “Que lo patee Chevo” o “El general y su juramento”, entre otros.
Asimismo, el relato fluye y envuelve al lector dejando entrever una cosmovisión rural, la del poblador afroperuano de Yapatera. Curiosamente esa manera de entender el mundo, a veces irónica y vivaz, encierra una riqueza muy original, conformada por costumbres (como la tradición poética y musical de la cumanana) y creencias (como en San Sebastián, el santo patrón, más conocido como “Chabaquito”) muy propias de la zona. No estamos frente a un regionalismo arcaizante y gratuito, por el contrario estos elementos locales son los que vale la pena destacar y valorar aún más. Esto es notorio en relatos como “Casulla”, “La hora de la muerte”, “El diablo soy yo”, “¿Es cierto o no es cierto?” y “Juicio peliagudo”. Este último es muy aleccionador para entender la práctica de la cumanana, ya que se ha sabido representar con habilidad el contrapunto, casual y muchas veces atrevido, como se manifiesta en esta cuarteta: “Del gallo quisiera su canto / y del burro su herramienta / para tenerte negrita / toda la noche contenta”.
Estos cuentos presentan en su mayoría un narrador observador que relata la historia con cierta objetividad, pero en otras asume la primera persona gramatical. Es entonces que el narrador se involucra con lo narrado y surgen los recuerdos, las anécdotas e incluso la reflexión del hombre del campo que exhibe cierta sabiduría popular. Es justamente en estos cuentos que se registra además el habla popular, lo cual es posible hasta cierto punto ya que Alzámora Arévalo trabaja el lenguaje, por lo menos en el plano morfosintáctico (que busca quebrar la sintaxis formal), en el plano lexical (topónimos, regionalismos, afronegrismos) y el sonoro (muletillas, onomatopeyas, deformaciones fonéticas y demás, que procuran producir un efecto de oralidad), etc. Esto se aprecia sobre manera en el relato “Yo no he dicho nada”; pero, también, en “Los mates del tío Sabino”, “La chismosa” y “El tío Eloy y los pájaros”.
Son justamente estos elementos (cosmovisión, habla popular, tradiciones culturales) en los que radica la riqueza del poblador de Yapatera, que el autor de Al pie del cerro Puntudo ha intentado representar en sus cuentos. En ellos aunque el sujeto afroperuano aparezca empobrecido o discriminado, se rehúsa al silencio más opresor, hace respetar sus derechos y prefiere la justicia. En definitiva, se resiste a la marginación de los grupos de poder y a la invisibilización que la sociedad pretende someterlo.
Que sirva lo explicado antes para que este libro de cuentos de Alzámora Arévalo sea recibido con la apertura que merece, pues es el lector -mejor que estos apuntes- quien juzgará su valor y mantendrá viva nuestra literatura afroperuana. Después de todo, leer literatura, en especial narrativa, es vivir un mundo ficcional pero al fin posible.

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