martes, 19 de enero de 2010

La Alberca

En foto: carretera que cruza La Alberca


Jueves, 14 de enero de 2010

Hemos vuelto sobre nuestros pasos y ya estamos en La Alberca, curioso nombre para un lugar que pertenecía tambien a los hacendados Cullighan. La carretea atraviesa el poblado y lo divide en dos. Está rodeado de cerros enverdecidos y cautivantes. El sol no tiene descanso, a pesar de ello caminamos por la Alberca, cruzamos las callecitas enlodadas un poco por la lluvia de anoche. De un lado de la carretera encontramos a don Juan quien se encontraba rodeado de cajones de madera, los que iba llenando de limones. Hummm! Me acerqué a conversar con él. Don Juan es un hombre afroperuano mayor, alto, robusto y con una mirada entristecida o debiera decir decepcionada, luego me enteré el motivo. A los veinte años dejó su pueblo para ir a Lima, allá trabajo en el Mercado Central comercializando con los productos agrícolas enviados por su familia desde acá. Más tarde, participó de la fundación del pueblo pujante de Villa El Salvador, tiene una casita de material noble, en la que vive su señora. Se quedó en la capital más de treinta años.
Observo su labor, don Juan apila los limones y los escoje uno a uno, separando los buenos y sanos de los otros. El aroma que despiden los limones es agradable. Él comenta que en estos tiempos se paga más por el limón que por la cosecha de mango, lo cual es cierto. He visto regados los mangos en el tierra pudriéndose, mordisquiados por el ganado o picoteados por las aves. El agricultor no tiene ganancias si los precios son bajos. Es demasiado esfuerzo por unos cuantos soles; debiera acabarse con los intermediarios y aquellos transportistas que se aprovechan de los hombres del campo.
Don Juan vive en la Alberca más plácida y saludablemente que en la capital. El calor piurano reconforta sus huesos y la comida es a su gusto, arroz, frejoles y cabrito. Hummm! Tiene razón. Los afroperuanos en la Alberca son más numerosos que en Serrán, poblado ubicado varios kilómetros más arriba. Me gustaría quedarme pero debo continuar mi viaje a Malacasí. ¿Qué habrá allá? La mototaxi corre furiosa bajando por el valle, el viento en el rostro es una bendición de Dios.

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